jueves, 24 de noviembre de 2011

La Muerte Brava 2



Sintiendo tan cercano Diciembre y habiendo padecido la desatinada publicidad de la Feria Taurina de Quito, me he visto compelida a reescribir este artículo sobre mis opiniones de la Fiesta Brava. Son observaciones tan personales como sinceras sobre el tema.

La primera, la evidente, es la emocionalidad que me provoca la faena. Me visto con mis mejores galas y me voy a admirar el rito de “muerte y vida” de la plaza. Uno ve a los toros de lejos, pero con la botella cerca y la música que acompaña a los más de 300 kilos de masa corriendo su bravura de un lado al otro, respondiendo a las circunstancias del último día de su vida. En algún momento, entre las banderillas y las picadas, el toro debe sentir la ansiedad de querer devolverse por donde entró y no poder hacerlo. No pretendo que el animal reflexione sobre lo que está suciediendo (sería peor), sino simplemente debe sentir dolor y miedo. Así como no debe saber a que tipo de fiesta le han invitado, ni que es el portaestandarte de una tradición gallarda y que representa palabras complejas como destino, nobleza, casta. Tampoco va a entender los poemas de los románticos de la tauromaquia que afirman querer y respetar al insigne animal y que lo colocan como el depositario de un arte que va más allá del bien y el mal y que representa el rito de la naturaleza en su estado puro y salvaje, como debe ser y siempre ha sido. También representa otras palabras no tan altivas como mercadotecnia, rabos (por lo visto de todo tipo), cachos (también), abonos, fiesta, borrachos; pero tampoco las va a entender.

Aunque tuviera una casa llena de chivos (gatos, perros, culebras), me sentiría incómoda al entregar uno de ellos para sentir la adrenalina y la carga emocional de acuchillarlo con un grupo de amigos. Porque el sentimiento del torero tampoco debe ser fácil. Si no estamos describiendo a un sociópata, el tener un toro de semejante tamaño embistiendo a una indefensa capa roja, debe ser una descarga inigualable de emociones. Más aún en el momento de encajar la espada, tener la intención y matar a un ser que estuvo vivo y que lo correteó por algunos minutos. Prueben con un pavo en vísperas. Ni mi mamá ni yo pudimos y eso que queríamos comerlo. No pues, -dirán- ¿Y los pollos? ¿Y las vacas? Tampoco me sentiría cómoda asistiendo al matadero e imagino que por ello no han construído graderíos para la gente aficionada a compartir otro tipo de faenamiento. No van porque no debe ser agradable.

Dejando aparte el lado oscuro de las emociones y pasando a la claridad numérica de las estadísticas, primero quiero contar una historia. Como hace 15 años sí era una entusiasta. Apreciaba el arte taurino, me sabía los nombres de algunos de los pases del toreo y admiraba al matador que suda su arte y se juega la vida en cada movimiento, con la gracia de bailarina y el aplomo de espartano.

Alguna vez compartí almuerzo con un torero español muy ovacionado, (y guapo, que parecería ser requisito indispensable de la "tradición"), días después de que acompañé a unos ganaderos de toros de lidia y haya visto demasiado de cerca (escondida detrás de unos montículos) la majestuosidad de los ejemplares que en unos días morirían sobre la arena de la plaza. Inclusive en una ocasión anterior me ofrecí como valiente voluntaria en Tambo Mulaló para “dominar” a un bicho luego de que hubo lidiado con el aficionado práctico. Bajé las gradas mirando al animal, notando como a cada paso su tamaño pasaba de “un perro grande” (como lo había llamado) a “becerro” de cuya cabeza nacía apenas la cornamenta. Cómo describir la adrenalina y la emoción derivada de decenas de voces animándome, la lanzada de la montera y el capote en mis manos, ligera protección frente a los kilos que corrían hacia ella…

Entonces, ¿Cómo es que ahora estoy escribiendo estas cosas? Ocurrió una tarde de Diciembre, cuando me senté, sin saberlo, a admirar por última vez el arte “de la valentía y la pureza”. Salió el toro brioso, de una negrura imposible que me hizo pensar en que existe nobleza en la estampa de Goya. En un momento inesperado, el toro sorprende al torero y le arrebata la muleta en medio de la plaza. El toro se percata de su superioridad física y embiste enfurecido. El grito se atora en mi garganta y mis manos tapan la boca en un acto reflejo universal de emoción contenida. El torero corre con el temor de que no va a llegar al burladero, mis manos sudan y anticipo el desenlace; pero de la nada, un aficionado que no debe haber bebido como el resto, lanza su chaqueta y distrae al toro de un desenlace sangriento. Todos respiran aliviados - menos yo -  que en los segundos que duró la cuestión, mi alma cambió de bando. Es terrible decirlo, pero estaba a favor del toro.

Si toro y torero se enfrentan en condiciones equitativas, ¿Por qué el marcador es casi siempre favorable al humano? El torero ha ejercido su voluntad y ha escogido su profesión, se ha vestido de luces y esa mañana ha decidido enfrentar a sus miedos y a una potencial muerte. El toro ha sido encerrado, maltratado, privado de comida y no sabemos si ha sido su voluntad el salir a entretener. Si los dos tienen la misma probabilidad de salir caminando, ¿no deberían ser los resultados diferentes? Interpolando los datos estadísticos, el ser torero entraña menor riesgo que ser chofer de la Ruta Aloag-Santo Domingo (bueno, hace 30 años). Y a pesar de esto, valiosos toreros de gran experiencia y talla mundial han muerto en su ley y haciendo valer su deseo de entregar su vida para preservar la fiesta. Para algunas familias de los toreros muertos (no del grupo musical, claro está) que siguen sufriendo y reviviendo su temprana partida, ¿no sería esto suficiente para sentirse incómodos en una corrida?

Finalmente, pero no menos importante, sino todo lo contrario, defiendo el derecho que tienen los aficionados a organizar, asistir y disfrutar de su afición. No deben sentir la misma incomodidad al ser espectadores del dolor y terror de un ser vivo que no quiere morir, en cuyo caso me alegro. Tengo la impresión que mi incomodidad es compartida por otros asistentes que les incomoda más aún admitir que tampoco disfrutan de la faena como deberían hacerlo, pero que de todos modos la costumbre, el deseo de pertenecer y de salir en las propagandas, les son prioritarios. Liberador es el momento en el que me he dado cuenta de lo que siento y me he atrevido a compartirlo de corazón, pero no por eso pretendo que enarbolo la única verdad verdadera y que todo el que se cruce en mi camino debe pensar y actuar como yo para que considerarlos del lado correcto. Eso se lo dejo a los políticos, que ingenuamente quisieron normar un tema complicado con una pregunta mal hecha, con interpretaciones municipales demasiado creativas y con un mandato popular que se va a desconocer. Es decir con una papa caliente. Hasta el perdón, San Francisco de Asís.

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